-Mira, D'Averc, mira. Lee lo que acabo de escribir.
-Pero, ¿se puede saber por qué lloras, niña?
D'Averc me mira de reojo mientras lee. Luego, con sus gestos afectados habituales, tose contra un pañuelo de lino y hace a un lado el escrito.
-Desde luego, tú sola te haces las trampas.
-Sí, D'Averc, sí.
Los dos como Magdalenas, estamos.
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