No era un policia diferente.
Tenía los ojos de caramelo derretido. Una raya de pelo blanco por el pecho.
Negro como el carbón.
Últimamente, la cara empezaba a ser blanca.
Pocas veces ladraba o gruñía.
Le encantaba que le bañaran. Perseguir conejos. Que le acariciaran la mejilla.
Se quedaba quieto cuando había que curarle, aunque significase pincharle dos veces al día durante dos semanas. Las pastillas dulces había que escondérselas entre magdalenas.
Se dejaba poner gorras y sombreros, y hay fotos preciosas de él. Era inseparable del plumero con uñas que tenía de compañero.
Le encantaba recostarse contra la gente para que le rascasen la espalda. O sólo notar la mano en el lomo. El contacto.
Le volvía loco la paella.
Nos quería con locura.
Le queríamos -le queremos- con la misma locura.
Han sido trece años ya.
Trece años.
Siete con leishmaniosis. Tres de andar con calcetines. Se subía encima de la mesa de la terraza a contemplar el paisaje. Tenía un látigo por cola, que se convertía en borrón cuando nos veía bajar del coche. Se llevaba bien con los gatos. Le daban miedo las tormentas con truenos. Le gustaba dormir bajo la ventana de mi abuelo, o si escuchaba ruido en mi habitación, de la mía. Nunca tuvo garrapatas ni pulgas. Se dejaba caer frente a la puerta antes de adoptar la pose de una esfinge. Pesaba tanto como yo.
Sólo sabía mirar con lealtad profunda.
Y era muy mayor.
Mucho.
Y mi primer perro.
Y mi primer amor. No era posible no enamorarse de esos ojos de caramelo.
Y ahora, los echaré de menos.
Pero aquí estamos, Rex.
Aquí estamos y tú no estás con nosotros.
Sólo el recuerdo de tus ojazos y tu amor profundo.
Duerme. Duerme, descansa mucho; allá donde estés.
Nosotros te seguiremos queriendo.
Tenía los ojos de caramelo derretido. Una raya de pelo blanco por el pecho.
Negro como el carbón.
Últimamente, la cara empezaba a ser blanca.
Pocas veces ladraba o gruñía.
Le encantaba que le bañaran. Perseguir conejos. Que le acariciaran la mejilla.
Se quedaba quieto cuando había que curarle, aunque significase pincharle dos veces al día durante dos semanas. Las pastillas dulces había que escondérselas entre magdalenas.
Se dejaba poner gorras y sombreros, y hay fotos preciosas de él. Era inseparable del plumero con uñas que tenía de compañero.
Le encantaba recostarse contra la gente para que le rascasen la espalda. O sólo notar la mano en el lomo. El contacto.
Le volvía loco la paella.
Nos quería con locura.
Le queríamos -le queremos- con la misma locura.
Han sido trece años ya.
Trece años.
Siete con leishmaniosis. Tres de andar con calcetines. Se subía encima de la mesa de la terraza a contemplar el paisaje. Tenía un látigo por cola, que se convertía en borrón cuando nos veía bajar del coche. Se llevaba bien con los gatos. Le daban miedo las tormentas con truenos. Le gustaba dormir bajo la ventana de mi abuelo, o si escuchaba ruido en mi habitación, de la mía. Nunca tuvo garrapatas ni pulgas. Se dejaba caer frente a la puerta antes de adoptar la pose de una esfinge. Pesaba tanto como yo.
Sólo sabía mirar con lealtad profunda.
Y era muy mayor.
Mucho.
Y mi primer perro.
Y mi primer amor. No era posible no enamorarse de esos ojos de caramelo.
Y ahora, los echaré de menos.
Pero aquí estamos, Rex.
Aquí estamos y tú no estás con nosotros.
Sólo el recuerdo de tus ojazos y tu amor profundo.
Duerme. Duerme, descansa mucho; allá donde estés.
Nosotros te seguiremos queriendo.
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