domingo, 25 de septiembre de 2016

Nadie juega con el Cuervo. Nadie bebe como el Halcón.

-¿No comes?
-Se me ha caído el tenedor.
La mirada helada podría haberle clavado a la silla, pero le daba igual. Se cruzó de brazos, impasible, a pesar del hambre que le atenazaba las tripas. No le iba a dar el gusto.
-Traedle un cubierto nuevo.
La voz era tan fría como sus ojos. Ninguno de los dos se movió cuando uno de los criados trajo un nuevo tenedor de plata. Tampoco lo hicieron cuando el sirviente quitó de la mesa el otro. La mujer arqueó una ceja, y bajó la mirada a su propio plato. Ya había comido gran parte cuando volvió a mirar al hombre, que seguía de brazos cruzados.
-Deberías comer.
La sonrisa esta vez se escapó por sus labios, sardónica, despreciativa. Hasta sus ojos muertos se iluminaron, y ni siquiera la cicatriz que le marcaba el rostro podía alterar el desafío.
-Se me ha caído el tenedor.
Elva entrecerró los ojos, el azul de las pupilas tan oscuro que parecía cristal. Arañó la copa con sus largas uñas, y desde el otro extremo de la mesa, él la oyó sisear de rabia. La voz estaba cargada de amenazas cuando volvió a hablar.
-Come.
-Se me ha caído... -La copa se estrelló a pocos centímetros de su cabeza, algunos trozos de cristal le abrieron pequeños cortes en el cuello y las mejillas. Escocían, mezclada la herida con el alcohol que le mojaba. Casi podía entender que la mujer hubiese llegado a ser la peligrosa adversaria que su señor combatía. Sólo casi.
-¡Harás lo que te ordene, maldita sea!
Se levantó, acercándose a ella, que se había puesto en pie en pleno ataque de rabia. La media sonrisa que seguía exhibiendo se hizo un poco más grande cuando se quedó parado ante ella. Era más alto, más fuerte. Y era mucho mejor asesino. Y los dos lo sabían.

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La risa profunda del recién llegado hizo que Charrán pusiese los ojos en blanco. Aquila se rió entre dientes. Siempre que se escuchaba esa risa, absolutamente siempre, iban a acabar en la posada más cercana. No podía ser de otra manera con Falco.
-¡Muchachos!
-Se le ha escuchado en la otra parte de la ciudad, seguro.
Volvió a contener la risa. Charrán y Falco siempre estaban así. Era como ver pelear a dos perros por el mismo trozo de comida, a pesar de que cada uno tenía su propio plato lleno.
-Hola, Falco.
Falco sonrió. Era una sonrisa que solía provocar peleas, a pesar de que solía ser sincera. Charrán lo atribuía a la cicatriz que bajaba desde el pómulo a la barbilla, partiendo los labios con un fino hilo blanco. Aquila prefería pensar que era porque los borrachos de las tabernas malinterpretaban al personaje. Porque el hombre era todo un personaje. Un enorme fortachón bajado de las montañas al servicio del Emperador.
-Venid, venid, pajaritos. Vamos a beber. ¿Te ha crecido ya la barba, Charrán? ¡Muchacho, si cualquier día serás ya un hombre de pelo en pecho! ¡Tenemos que buscarte una mujer!-Le palmeó con fuerza la espalda, haciendo que Charrán apretase los dientes y mirase alrededor buscando apoyo. Aquila le quitó rápidamente el puñal del cinto. Mala idea, pudo comprobar, porque segundos después el brazo del gigantón cayó sobre sus hombros, capturándolo.- ¡Y tú, chico! ¡Si casi parece que haya que enseñarte a afeitarte! ¡Hay que celebrar que empezáis a ser hombres! ¡A beber!
Se miraron, presas del abrazo de Falco. Los ojos tranquilos de Aquila mostraban mucho más que incomodidad. Charrán movía los labios sin pronunciar sonido alguno. "¿Por qué no me dejas matarlo?".
-Porque no podrías conmigo, rapaz.
Sonrieron los dos, nerviosos. Esa era la gran cualidad de Falco Anker. Tenía ojos en todas partes, incluso dentro de tu mente.

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