Los ojos amarillos le miraron, tan tristes como alegre era la sonrisa. Frunció el ceño. No le caía bien la gente que sonreía. Aún le caían peor los que no sonreían con los ojos.
-¿De qué te ríes? ¿Quieres un guantazo?
El rubio lo miró un segundo, sorprendido. Un segundo en el que sus ojos dorados parecieron recuperar el brillo; y luego soltó una carcajada.
-¡Eres divertido, hombre! - Le palmeó el hombro, la mirada a medias divertida. Torció el gesto y se alejó, intentando dejarle atrás. No pasó mucho tiempo hasta que, con grandes zancadas, el otro se puso a su altura, obligándole a detenerse. Cerró el puño, preparándose para atizarle. Nunca llegó a hacerlo. -¿Quieres una cerveza? Hace semanas que no encuentro a nadie. Echo de menos la conversación.
-Piérdete.
-Eso hice.
-¿Qué?
-Que me perdí. Hace un par de días. Este bosque es horrible, todos los árboles parecen el mismo y no se puede ver el cielo. ¿Bebes conmigo, o no?
No pudo evitarlo. Lo notó crecer a través de cada músculo, un torrente de energía, un cosquilleo que le hizo explotar en risas. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y entre ellas pudo ver que los ojos tristes del otro se alegraban un poco. Cuando el ataque de risa cesó, el rubio le ofreció la mano. No quiso pararse a pensar en que era la primera vez en dos años que reía, que no se sentía movido por la furia fría. Se la estrechó.
-Me llaman Charrán.
-Nombres más raros se han visto. Yo soy Aquila.
Sonrió ante la coincidencia. Aquila sonrió de nuevo, con su permanente sonrisa de niño.
-Bueno, ¿dónde está esa cerveza?
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-¿Te importa dejar de mirar por esa ventana y prestar atención por una vez?
En silencio, se volvió, clavando la mirada en la el hombre vestido de negro que le había hablado.
-Señor.
El hombre sonrió amablemente, haciendo un gesto con la mano para restar importancia al hecho de que llevaba rato hablando con las paredes. Aun así, se separó de la ventana para acercarse a él, con el rostro inexpresivo.
-¿No te ha vuelto a doler la marca, cierto?
Se encogió de hombros, mirándole. Achan se encontró mirando directamente a unos ojos que parecían muertos. A pesar de ser la mano derecha del Emperador y gran señor de la guerra, Achan D'Cruze siempre sentía un escalofrío al ver el ojo derecho, oscuro como el chocolate, y el izquierdo gris, rodeado de la marca de la desgracia. No le gustaba mirar fijamente a Kieran. El hombre marcado se encogió de hombros.
-No.
Achan suspiró. Iba a ser una de esas conversaciones. Su hombre (no, su ave de presa) solía tener días así. Días en los que no era nada más que una carcasa que seguía órdenes. Él necesitaba el cerebro que se escondía en algún lugar de aquel hombre. Era su mejor siervo.
-Necesito que vayas hasta Montegris. La Emperatriz se encuentra allí, de nuevo molesta con el Emperador, que ha ido a recuperarla.
Ningún músculo se movió en el rostro de Kieran. Achan se acercó a él, nuevamente la sonrisa amable dulcificando su rostro serio. Le puso la mano en el hombro, un fuerte apretón. Algo parecido a una chispa de vida bailó en la mirada del hombre rubio, iluminando sus ojos dispares.
-No estaría de más que mientras estés allí, vigiles que nada le suceda a nuestros queridos gobernantes.
-Por supuesto, señor.
-Especialmente a la Emperatriz. -Hizo una pausa, los ojos negros estudiando el rostro de su hombre para comprobar que tenía su máxima atención.- No queremos que la futura viuda sufra daño alguno.
Lentamente, Kieran parpadeó y asintió con la cabeza. D'Cruze amplió su sonrisa.
-Anímate. Quizá incluso te encuentres con esa pareja tan extraña. ¿No sería divertido quitarlos de en medio?
Se rió ante la perspectiva, dejando a Kieran sólo, mirando nuevamente por la ventana. Pensando en su último encuentro con Aquila y Charrán. "No podrás detenernos siempre. Deberías pensar por ti mismo si está bien lo que haces, matar porque te lo ordenan. Porque no te atreves a decir basta." Maldijo entre dientes, los puños cerrados con fuerza. No era momento de dejarse confundir. Tenía un emperador que asesinar.
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