Dicen que la suerte viene y va.
Yo hoy la estoy llamando.
La llamo con timidez, con esperanza. Con preocupación. Con rabia y orgullo. Con desesperación y calma. La llamo, esperando que descuelgue su teléfono (ese teléfono verde que decora la pared de su habitación, sea donde sea que viva la suerte) y responda a mi llamada.
La llamo, la embosco, la huelo, la persigo, la sigo, ¿la consigo?, la marco, la rastreo, la mareo con mis gritos, la cazo, le pongo trampas a ver si pica, le tiendo anzuelos, redes, cebos; me escondo tras los rincones para meterla en un saco cuando pase, llevármela y que me acompañe; la espero tras las esquinas, dispuesta a dormirla con cloroformo y secuestrarla hasta que ceda y me ayude a encontrar lo mío.
Dicen que la suerte va y viene.
Yo no creo en esas cosas.
Suerte, libertad y vida sólo las consiguen quien las trabaja día a día.
Dicen que la suerte va y viene.
La mía tiene que venir, o no volver nunca. O mi imaginación cargará una invisible escopeta, Eastwoodiana, para que no se acerque más. La llamo, la necesito hoy, ahora. Necesito que venga y ayude, que ponga de su parte para encontrar lo que es mío, a mi pobre criaturita perdida por el monte, sin comida, sin abrigo.
¿La suerte va y viene?
Yo a la mía la encadeno hasta que cerremos el asunto.
Dicen que la suerte no se puede controlar, que es puro azar.
Tú ponme cara a cara con ella, a ver si no se deja manejar.
¿Korea?
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