viernes, 20 de febrero de 2015

Tic, bing y el olor de vainilla y fresa en hebra.

Tengo una máquina de escribir dentro del portátil.
Oh, sí.
Me encanta escribir a mano, el olor de las páginas mientras se impregnan poco a poco de tinta. Incluso me gustan los tachones cuando me equivoco -por fin he madurado y sólo tacho con una línea, tras años y años de hacer rayajos hasta que no se viera ni el más mínimo rastro de lo escrito-. Pero soy una romántica.
Vale, no, borremos eso. Soy una melancólica.
Mi padre tenía una máquina de escribir, enorme, gigantesca. Se sentaba a escribir cartas los sábados, con su pipa en la boca -tenía su ritual para mezclar el tabaco, y para encender y disfrutar correctamente la pipa que mi hermana nunca ha conocido, y esa diferencia entre las dos siempre será abismal. Como no conoce la pipa, no quiere a Sherlock, señor con pipa por antonomasia, como yo. Los rituales de mi padre y su pipa son algo que llevo grabado en la memoria y de esos recuerdos que inmediatamente, me hacen feliz.-, cerraba unos segundos los puños, como si se calentara los dedos, y tecleaba.
Toda la habitación se llenaba de olor a pipa, que no a tabaco, y del sonido, tic, tic, tic, que hacía la máquina de escribir.
Como una era tocapelotas curiosa, siempre estaba a su lado, dejando el libro de turno abierto sobre la alfombra (bendita la atracción de leer tirada en el suelo que tuve y tengo. Si encima, hay chimenea, para qué decir más) y asomando la naricilla por el borde de la mesa. Cuando no la usaba mi padre, una, que era muy hija de su madre atrevida, se sentaba tras ardua escalada en la silla del susodicho, y tocaba con reverencia las teclas, sin hojas, sin nada. Sólo por teclear.
Tic, tic, tic, tic.
En esas andábamos, que al final, por mi cumpleaños, me regalaron una máquina. Era de plástico, morada y rosa. Pero era preciosa y magnífica para mí, que tenía siete recién cumplidos. Así que los sábados, tras mezclado de tabaco, encender de pipa y primeras caladas; padre e hija -mi padre puso una silla y una mesa de plástico a mi altura, que acabó "decorada" con plastidecors por abajo en un arrebato artístico-, se sentaban juntos. Él, fiel a que su niña fuese un clon suyo, me daba una pipa bien limpia, me enseñaba a sujetarla entre los labios y... Cerrábamos los puños, poníamos papel, un par de vueltas. Tic, tic, tic.
Creo que todavía tengo esa máquina guardada. No sé si en el trastero, o en el desván de mi abuelo, pero no tengo el recuerdo de haberla tirado, y espero muy sinceramente que tampoco la hayan tirado mis padres.
Así que me he tirado media tarde buscando una manera de tener una máquina de escribir otra vez entre mis manos. Los teclados usb con forma de -valga la redundancia- teclados de máquina no me gustan. Para qué quiero uno así para escribir en el ordenador. Para eso, la máquina entera. Pero lo he conseguido.
Cuando escribo, el tic, tic, tic suena otra vez. La fuente tiene pequeños defectos en algunas letras, pequeñas manchas al azar como las que dejaba el rollo de tinta. Y vale, es una máquina falsa, porque en realidad es un programa de ordenador, pero cuando haces punto y aparte, el ¡bing! que hacía la máquina real suena en mis oídos.
Por eso estoy aquí, a las tres y media de la mañana. Por el gusto de escuchar cómo la música de la escritura y mis siete años vuelven conmigo. Con una pipa bien limpia en la boca, después de cerrar los puños.
Creo que me he enamorado.

Tic, tic, tic.
Bing.



Esto es terapia, y no el alcohol.

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