El viento sopla, un
bramido enloquecido que inclina a los árboles orgullosos y revuelve
las hojas caídas, levantando polvo y barro seco, moviendo a gran
velocidad nubes negras que presagian otra tormenta.
Desde su ventana,
Alraune mira el cielo plomizo, más pesimista que de costumbre.
Hace días que no ve
a Faolán. Hace días que no ha salido de su habitación, ni siquiera
para comer. Desde la última ocasión en que habló con Filtiarn, ha
perdido el apetito y las ganas de dormir. Se limita a estar, a mirar
por la ventana en silencio. A mirar hacia el horizonte y llorar en
silencio, lágrimas que caen sin sollozos y sin que ella se dé
cuenta, tan absorta en su mundo y sus temores. Filtiarn se ha asomado
un par de veces a verla, sin hablar, sin entrar nunca en el cuarto.
Se queda en la puerta, mirándola. Ha abandonado la pantomima de
amabilidad. La sonrisa sádica que ilumina su rostro muestra una
increíble satisfacción. Es una sonrisa canalla, lobuna, con un
montón de dientes blancos. Si no fuese porque sus ojos brillan con
una crueldad inusitada, sería una sonrisa bonita. Pero Alraune no se
fija, Faolán no está y a Bleddyn sólo le importa seguir a su señor
hasta el final del mundo. Y a Filtiarn… A Filtiarn le da igual lo
que los demás perciban. Lo que piensen.
Es su casa. Es su
territorio. Él hace las normas.
Él gana el juego,
siempre.
Sólo él puede
quedar en pie.
2.
Los gritos resuenan con fuerza entre las paredes de piedra,
desgarrados. Suenan secos, como si quien se deja la garganta en ellos
hubiese agotado cada lágrima disponible. Roncos, desesperados. Aun
así, no suenan lo bastante fuerte como para esconder el vacío
absoluto que los provoca.
Hasta Bleddyn está
nervioso. Filtiarn nunca ha permanecido en silencio observando los
castigos, las torturas. La única vez que no emitió sonido alguno
cerca de un látigo fue cuando lo mordía a él. Cuando destrozó la
espalda del joven noble. Fuera de la mazmorra, el viejo mayordomo se
observa con expresión extraña, casi melancólica, la mano
izquierda. Recuerda el tacto de ese látigo en concreto. Sus hombros
se hunden unos centímetros, como si le pesase el recuerdo. O la
conciencia. Desde que ha salido de la mazmorra, los gritos han
cesado. Tampoco hay gemidos. Sólo un espantoso silencio que suena a
muerte y a traición. El mayordomo respira profundamente, y se aleja,
siguiendo los dictados de su amo.
En la cámara que ha
abandonado, sin saber qué duele o siquiera si sigue viva, Faolán se
abraza a su hermano, que, desnudo y manchado de sangre, acaricia la
espalda en carne viva de la joven.
Tener tres gatos encima mientras intentas escribir un trabajo para la universidad. "Intentas" es la palabra clave. Al final, he avanzado una página de los lobos. Tengo tres gatos encima, y mejor no hablemos del maldito trabajo, que sigue blanquito, blanquito.
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