lunes, 15 de mayo de 2017

Blanco y rojo

1.

El viento sopla, un bramido enloquecido que inclina a los árboles orgullosos y revuelve las hojas caídas, levantando polvo y barro seco, moviendo a gran velocidad nubes negras que presagian otra tormenta.
Desde su ventana, Alraune mira el cielo plomizo, más pesimista que de costumbre.
Hace días que no ve a Faolán. Hace días que no ha salido de su habitación, ni siquiera para comer. Desde la última ocasión en que habló con Filtiarn, ha perdido el apetito y las ganas de dormir. Se limita a estar, a mirar por la ventana en silencio. A mirar hacia el horizonte y llorar en silencio, lágrimas que caen sin sollozos y sin que ella se dé cuenta, tan absorta en su mundo y sus temores. Filtiarn se ha asomado un par de veces a verla, sin hablar, sin entrar nunca en el cuarto. Se queda en la puerta, mirándola. Ha abandonado la pantomima de amabilidad. La sonrisa sádica que ilumina su rostro muestra una increíble satisfacción. Es una sonrisa canalla, lobuna, con un montón de dientes blancos. Si no fuese porque sus ojos brillan con una crueldad inusitada, sería una sonrisa bonita. Pero Alraune no se fija, Faolán no está y a Bleddyn sólo le importa seguir a su señor hasta el final del mundo. Y a Filtiarn… A Filtiarn le da igual lo que los demás perciban. Lo que piensen.
Es su casa. Es su territorio. Él hace las normas.
Él gana el juego, siempre.

Sólo él puede quedar en pie.


2.

 Los gritos resuenan con fuerza entre las paredes de piedra, desgarrados. Suenan secos, como si quien se deja la garganta en ellos hubiese agotado cada lágrima disponible. Roncos, desesperados. Aun así, no suenan lo bastante fuerte como para esconder el vacío absoluto que los provoca.
Hasta Bleddyn está nervioso. Filtiarn nunca ha permanecido en silencio observando los castigos, las torturas. La única vez que no emitió sonido alguno cerca de un látigo fue cuando lo mordía a él. Cuando destrozó la espalda del joven noble. Fuera de la mazmorra, el viejo mayordomo se observa con expresión extraña, casi melancólica, la mano izquierda. Recuerda el tacto de ese látigo en concreto. Sus hombros se hunden unos centímetros, como si le pesase el recuerdo. O la conciencia. Desde que ha salido de la mazmorra, los gritos han cesado. Tampoco hay gemidos. Sólo un espantoso silencio que suena a muerte y a traición. El mayordomo respira profundamente, y se aleja, siguiendo los dictados de su amo.
En la cámara que ha abandonado, sin saber qué duele o siquiera si sigue viva, Faolán se abraza a su hermano, que, desnudo y manchado de sangre, acaricia la espalda en carne viva de la joven.



Tener tres gatos encima mientras intentas escribir un trabajo para la universidad. "Intentas" es la palabra clave. Al final, he avanzado una página de los lobos. Tengo tres gatos encima, y mejor no hablemos del maldito trabajo, que sigue blanquito, blanquito.

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