viernes, 24 de enero de 2014

Trauma oh-la-la

En 1994 me traumaticé. 
Fue un trauma grande, un golpe psicológico imposible de digerir, de enterrar en el subconsciente hasta que el propio cerebro reptiliano decidiese olvidarlo. Me quedé sentada, aferrada a mi peluche favorito, sin siquiera poder llorar, del shock.
Y es que Mufasa había muerto. Muerto, desaparecido.
El dibujo captaba la bolsa de carne en la que se había convertido lo que antes era el Rey. Capturaba perfectamente el cambio de estar lleno de vida a convertirse en algo sin ella. Y el pobre Simba -yo estrechaba con tanta fuerza el peluche que tengo de él que mi madre pensó que lo llegaría a romper- gritaba, desesperado, que alguien, el que fuera, le ayudase. Y luego, en la falta total de esperanza y de ánimo, se agazapa bajo la pata de su padre, aferrándose a él, llorando por él.

La gente suele decir que ahí acabó su infancia.
La mía se quedó estancada, latente. Cada vez que lo veo, vuelvo a ser esa niña pequeña que se aferraba a su peluche de Simba con una impresión enorme. Y es que así comprendí el ciclo de la vida; antes siquiera de que mis padres tuvieran que explicarme, cuando faltó mi abuela, en que consistía. Me hizo ser fuerte para enfrentarme a las mentiras de los Scar que se presentan en el camino.
Me hizo crecer.
Pero seguí siendo esa niña. Sigo siendo esa niña.
Por eso, ahora estoy viendo The Lion King.

Por eso sigo enamorada de esa película, de esos personajes.
De todos.
Sobretodo, de Scar y Simba, el negro y el blanco, el cielo y el suelo.

Y de Mufasa, que tiene su huequecito en mi corazón.

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